“Esta fue la culpa de su hermana Sodoma: ella y sus hijas tenían orgullo, exceso de comida y próspera tranquilidad, pero no ayudaron al pobre y al necesitado”. (Ez 16, 48-49)

sábado, 4 de diciembre de 2010

El testimonio de la ex monja obligada a dejar los hábitos tras asumir su lesbianismo

22 de noviembre de 2010   Pedro Ramírez en CIPER

Hace tres años el entonces vicario para la Educación de San Bernardo, René Aguilera, le propuso a la profesora de religión Sandra Pavez que siguiera haciendo clases, pero que mantuviera en secreto su relación de pareja lésbica. La docente no aceptó y el sacerdote -que hace un mes se suicidó luego de que fuera acusado de abusos a un menor- le impidió seguir trabajando como maestra. Esta es la historia que relata la profesora Sandra Pavez, quien 22 años antes de la condena del vicario ya había sufrido la discriminación religiosa. En 1978 entró a un convento con la esperanza de sublimar su orientación sexual y permaneció ahí ocho años hasta que fue expulsada cuando, en busca de orientación, confesó que se sentía atraída por una novicia.

Sandra Pavez bordea los 50 años, pero se ve más joven. Es una mujer menuda y de aspecto frágil. Pero esa primera imagen se diluye apenas comienza a hablar. El tono de su voz, sereno, pero taxativo, la muestran enérgica y segura. No se atropella en las palabras, por el contrario, se toma su tiempo para reflexionar las respuestas. Ella dice que no quiere hacer escándalo, que sólo quiere que la gente conozca su historia de “doble discriminación” a manos de la jerarquía católica. Y consecuente con aquello, le da forma a su relato despojándolo de estridencias. Este es su testimonio:

Yo llevaba 22 años ejerciendo en el mismo colegio como profesora de religión. Nunca tuve un problema en la escuela. Era una profesora bien querida, bien respetada. Y de repente, en 2007, me llama el vicario de la Educación, el padre René Aguilera Colinier, y me pide que vaya a conversar con él. Yo ya sabía más o menos para qué era, porque habían estado llamando por teléfono a mi colegio y a la Corporación Municipal de Educación. Obviamente, iban a llamar a todos los lugares relacionados con mi trabajo para decirles mi orientación sexual.

Nunca me di la molestia de averiguar quién molestaba con las acusaciones. Mi condición sólo la sabían mis amistades más cercanas y algunas personas de mi familia. Yo convivía con una persona y toda su familia sabía. Cuando el padre René me preguntó, yo llevaba 10 años conviviendo con esa persona.

Cuando llegué a su oficina, la secretaría del vicario me dijo “han estado llamando y usted sabe que cuando el río suena es porque piedras trae”. Esperé al vicario y cuando llegó, me recibió muy amablemente. Me dijo: “Señorita Sandra, hemos recibido llamadas en la vicaría diciendo que usted es lesbiana y me gustaría que usted me dijera si esto es un cuento para perjudicarla”.

Yo podría haber hecho un cuento, haber dicho que sólo me estaban molestando por teléfono, pero mirándolo a los ojos le dije: “Sí, soy lesbiana”. Lo hice porque consideré que no tenía por qué estar ocultando lo que soy.

-Pero, ¿cómo?…, si usted es profesora de religión -me dijo.

-Sí, hace 22 años que soy profesora de religión y toda mi vida he sido lesbiana. Cuando entré a estudiar religión a la Universidad Católica me hicieron todos los tests sicológicos que se hacen a los profesores y pase por todas las entrevistas –le respondí.

-¡Usted no puede hacer clases de religión! ¿Con qué moral predica a Cristo? ¿Cómo a los niños les habla de Dios y de Cristo si usted es lesbiana? -me dijo.

-No tiene nada que ver mi orientación sexual con lo que mi corazón sienta con mi fe. Mi principio de vida es la verdad y enseñar a un Jesucristo vivo, que nos ama tal como somos -le contesté.

Él me preguntó si yo alguna vez había hablado de esto con los alumnos. Le dije que los alumnos en mi clase, porque soy profesora de religión de Educación Básica, no hablan ni preguntan sobre sexo y que sus dudas son del tipo “¿realmente venimos de Adán y Eva?”, “¿realmente existió el big bang?”, “¿qué opina de Darwin?”.

Le conté que hacía diez años tenía una pareja, que convivía con ella. Que era la primera pareja de toda mi vida.

Pero él insistió: “Igual, usted no puede ser profesora de religión siendo lesbiana. Menos conviviendo con una pareja”. Y me propuso que si yo dejaba a mi pareja, podríamos entrar a un acuerdo entre los dos. Pero yo le dije que mi pareja no era una cosa, que yo no podía llegar a mi casa y decirle “ándate, porque yo necesito seguir trabajando como profesora de religión”. Fue entonces que me dijo que yo no podía seguir haciendo clases de religión, que él me lo prohibía.

“En todo caso, hija mía, voy a orar, voy a pedir por usted, para que esto se le salga de la cabeza, para que tenga la fuerza de dejar a su pareja. Usted puede llegar a un arreglo con su pareja, puede decir que vive con una tía o que ella se vaya con un pariente, con su mamá”, le escuché decir.

-Es que yo quiero vivir con mi pareja –le dije.

-Lo que pueden hacer es que se visiten los fines de semana, pero ante el barrio donde usted vive, ante la gente, que no la vean que vive con esa mujer dentro de la casa- me dijo.

Pero, ¿si yo necesito estar íntimamente con ella?, le pregunté. “No importa, si usted tiene algo con ella, después va y se confiesa”, fue su respuesta.

Lo miré y le dije: “Padre, usted es un vicario de la Iglesia, ¿cómo me puede decir eso? O sea, Cristo sirve para sacarse las culpas”. Y lo sigo creyendo, porque el sacramento (de la confesión) no es para sacarse las culpas y seguir pecando. Por eso le insistí: “Yo no voy a cambiar mi relación con mi pareja, no voy a dejar de quererla y considero que Cristo no es un juego. Si usted o el obispo me preguntan, voy a decir la verdad”.

Cuando yo entré a hacer clases de religión, el padre Andrés Theunissen, que fue vicario de la Educación de San Bernardo, me ayudó y él sabía que era lesbiana. Yo fui religiosa de la Congregación Inmaculada Concepción de San Bernardo, monjas alemanas. Estuve ocho años. Y él sabía que del convento me quisieron sacar porque había confesado que era lesbiana.

Miradas en el jardín del convento

Los 22 años en que pudo ejercer la docencia en aula dejaron huella en Sandra Pavez. Y se nota. No sólo porque, aún cuando viste de manera informal, la sobriedad es la característica principal de su aspecto, sino porque organiza sus ideas de una manera didáctica y va dando cuerpo a su relato tal como si lo estuviera redactando. En la segunda parte de su historia, surge la huella de un primer amor que se escenificó en el lugar equivocado y que resultó imposible, pero que, por el tono de los recuerdos, marcó su vida hasta hoy:

Entré a la congregación porque cuando me sentí muy atraída por una compañera en tercero medio me desesperé. A uno, de joven, le cuesta entender. No es que yo no me quisiera o me rechazara, sino que fue por el miedo. Mi familia es católica. Mi madre fue catequista durante 20 años. En mi casa había capilla y se hacía misa los domingos en mi propia casa. Entonces, pensaba que no me iban a entender. Tenía muchos miedos. No me sentía pecadora. Nunca me sentí pecadora frente a Dios, sino con miedo frente a la sociedad.

Fui a contarle a la orientadora del colegio que estaba enamorada de una compañera. Esa compañera me sentía como su amiga. En el fondo me estaba enamorando de mi amiga. “Mira hija”, me dijo la orientadora, “tu familia es muy católica y tú eres muy católica, la mejor manera de sublimar tu orientación sexual es entrando a un convento”. Eso me quedó dando vuelta.

La orientadora no siguió conversando conmigo y el sentimiento hacia mi compañera a la larga me lo saqué sola. Me alejé de mi amiga y de un día para otro no le hablé más. Tampoco le dije “no te hablo porque siento cosas por ti”. Yo hice un corte y nadie me ayudó a hacerlo.

Salí de cuarto medio en 1978. Di la Prueba de Aptitud para que mis papás estuvieran tranquilos. Quedé en Periodismo, pero fuera de Santiago y les dije que no me quería ir. A los meses entré a la congregación. Hice todos los trámites calladita, sin decirle a mi familia.

La congregación no sabía. Me hicieron todos los exámenes habidos y por haber, tests sicológicos y entrevistas. Y quedé. En todo caso, prefiero haber sido religiosa que haberme casado, porque casada se conlleva el peso de un marido y de los hijos a los que se está engañando. Tal vez el camino que tomé no era el mejor, pero era uno en que no se dañaba a otro ser humano.

Estuve bien los primeros años. De hecho, pensaba “capaz que esto realmente me sirvió”, porque me entregué a Cristo y trabajé bastante por él. A lo mejor fue porque ninguna de las religiosas me llamó la atención. Pero resulta que llegó alguien al convento y empecé a sentir otra vez que mi corazón latía fuerte. En el convento uno no se habla con las demás, uno se relaciona muy poco, pero yo quería verla. La otra persona también sentía algo por mí. Me daba cuenta en sus miradas, en los gestos.

Un día esa persona me detuvo en los jardines del convento y me dijo: “Yo estoy sintiendo algo por ti”. Yo le dije: “No pues, hermana. Usted vino acá para ser religiosa y esto no puede ser. Yo vine aquí por amor a Cristo”. No le quise decir que estaba ahí escapando en el fondo de lo que yo realmente era. Le repetí las mismas palabras de la orientadora: “Esto usted trate de obviarlo, de sublimarlo”. Pero me dijo: “Yo sé que a ti también te gusto”.

A veces esta persona me pasaba papelitos: “Te quiero”, “necesito estar contigo”, me escribía. Lo que hubo entre esa persona y yo fueron sólo miradas y papelitos, nada más. Pero esto empezó a ser tan fuerte, que ahí sí me sentí culpable. No culpable frente a Dios, sino por llevar un hábito, haber hecho votos de castidad y aún así sentir lo que yo sentía. Ahí sentí culpa, no ante la entidad divina, sino ante la gente, ante las alumnas, los apoderados, que me veían con un hábito, como una religiosa, y yo sintiendo que mis votos no los vivía, no porque tuviera una relación física con la otra persona, que no la tenía, sino por lo que mi corazón sentía. Porque para mí la castidad no está en tener sexo, sino en lo que se siente acá (se pone la mano en el pecho).

Yo llevaba seis años cuando llegó esta novicia. Y pasé los dos años siguientes de pelea y lucha contra mis sentimientos. Cuando llevaba como un año con esto yo tenía votos temporales, pero se acercaba el momento en que tenía que tomar los perpetuos. Y me decía “¿cómo voy a hacer votos perpetuos con lo que estoy sintiendo?”

Necesitaba ayuda, necesitaba decir lo que me estaba pasando. Decidí hablar con mi maestra. Ese día yo me junté con esta niña en el subterráneo, la abracé, nada más, y le dije: “Esto no puede ser entre las dos, primero porque tú quieres ser religiosa y vas a hacer tus votos y yo ya los tengo. Esto es fuerte entre las dos, pero tiene que parar aquí, no más miraditas ni papelitos”. La apreté bien fuerte y le di un beso en la frente y subí a hablar con mi maestra. Ella también habló con la suya.

Mi maestra era alemana, muy rigurosa. “Le quiero confesar a usted que yo soy lesbiana y que en este minuto me siento muy enamorada de una joven”, le dije. La otra niña también habló con su maestra, pero era chilena y la respuesta fue muy distinta. A ella su maestra la acogió, la escuchó. A mí me condenó a las penas del infierno: “Usted tiene el demonio adentro. Satanás se metió en usted”.

-Quiero retirarme, quiero dejar los hábitos, porque yo entré aquí sabiendo que era lesbiana –le confesé.

-Pero… usted nunca lo dijo –me respondió.

-Nunca me preguntaron, me hicieron todos los tests y en ninguna parte ustedes preguntaron cuál era mi orientación sexual.

-Esto es una enfermedad -me dijo.

-Es que si fuera una enfermedad yo no habría pasado los tests sicológicos. Antes de entrar al noviciado me llevaron tres veces a una siquiatra y a una sicóloga.

-Está enferma y el demonio se apoderó de usted. Esto es obra del demonio. Se va a ir al infierno. Se va a condenar. Desde hoy, si la niña viene por esta escala, usted se va por la otra. Y no la mire. Si usted la mira, se tiene que venir a confesar conmigo y desde hoy se confiesa día por medio con el padre. Y desde hoy hasta los sueños me los cuenta. Si sueña con ella, me lo tiene que decir.

Sentí que empezó una persecución. Tenía que pasar todos los días a contarle todo lo que soñaba. Al final, a la otra niña la hicieron irse. Había que sacar a una y ella era novicia, en cambio yo ya tenía votos. Y obviamente esto tenía que quedar callado, porque la Iglesia guarda estas cosas bajo cinco llaves, para que no se sepa que adentro hay homosexuales.

Yo me confesaba con el padre Andrés (Theunissen) y le conté. Después que yo salí de la congregación, él me ayudó mucho. Falleció hace hartos años, era del Sagrado Corazón de San Bernardo. Él me dijo que tratara de calmarme, que no tuviera ansiedad, que no tuviera culpa. Me acogió: “Dios no te odia por esto. Yo te voy a ayudar con mi oración. Trata de que estas monjitas no te colapsen. Voy a hablar con tu maestra para que te ayude”.

Pero la persecución duró un año. El año siguiente yo lo pasé enferma, perdí la memoria a raíz de todo esto. Yo estaba estudiando para ser profesora de religión cuando pasó todo. Y ese verano me mandaron a estudiar a Curicó. Yo ya había hecho dos años de estudios para catequista.

“Queremos sanarla de esta enfermedad”

Sandra Pavez hoy se ve segura y confiada. Pero no siempre fue así. En 1984 colapsó. “Me costó un año volver a sonreír” cuenta. Dice que la fijación de su maestra alemana, que efectivamente la obligó hasta contarle sus sueños cada mañana, “era enfermiza y me enfermó”. Terminó en una clínica y cuando, ya recuperada, al fin se decidió a quedarse en el convento, la echaron. En esta tercera parte de su relato, cuenta la forma en que fue despojada de los hábitos y cómo llegó a ser profesora de religión:

Me mandaron a Curicó para alejarme de esta niña. Eso fue en el verano del ‘83. El año 84 yo salí del convento y en el ‘85 ya no tenía votos. En febrero del ‘84 alcancé a hacer los votos temporales. Y no me pregunte que pasó después, porque estuve sin memoria un buen tiempo. Desperté en una clínica. Los médicos me dijeron que había sufrido un colapso, un bloqueo mental por la situación de estrés que viví, por la persecución, porque estaba estudiando y tenía que sacarme buenas notas, por lo culpable que me sentía porque a la otra niña la hicieron irse. La maestra me dijo “eres tú a la que tenemos que resguardar, porque ella era novicia y parece que ella era la lesbiana, no tú. Ella te indujo”.

Cuando la niña salió del convento era tanta mi necesidad de verla que mentí. A mí no me gusta mentir, pero ahí dije que iba a ver a un hermano enfermo. Me dieron permiso y la fui a ver. Vivía lejos de San Bernardo, en Las Condes. Fui a decirle que yo la amaba y que si ella quería yo me retiraba y vivíamos juntas.

-Yo también te amo, pero no voy a vivir contigo, porque mi papá es diácono, mi hermano es sacerdote y mi hermana es religiosa. Yo me voy a quedar aquí, calladita en mi casa y tú quédate como monjita. Que este amor quede en nuestro corazón –me dijo.

Ella también tenía una vida de familia católica, apostólica y romana, más conservadora que la mía.

Me fui al convento, pedí hablar con la superiora, que era la hermana Ana María Rosende, prima del almirante José Toribio Merino. Le dije que iba a hablar con ella porque le había mentido, que no había ido a ver a mi hermano, sino a esta niña. Esa superiora, que era la provincial, no me trató mal: “Nosotros la queremos ayudar, queremos sanarla de esta enfermedad, queremos curarla. Esa niña le metió el demonio, usted era un excelente religiosa y puede dar mucho, porque tiene carisma”. Pero yo le dije que era lesbiana, que no era una enfermedad y que algún día iba a volver a enamorarme. Ella me ayudaba y la otra monja me perseguía.

A la maestra alemana tenía que pasar a verla todos los días a su cuarto y contarle mis sueños. Obviamente yo soñaba con la niña y si no le contaba, me sentía mala. Ahí sentí culpa por llevar un hábito y sentir lo que sentía. “Usted no es lesbiana, usted está enferma”, me decía, pero no me llevaban a un psicólogo. Hasta que colapsé y me enfermé. Después me retiraron con dos informes eclesiásticos por salud no compatible con la vida religiosa, no por lesbiana.

Cuando perdí la memoria me trató un doctor schoenstattiano, siquiatra, y un psicólogo también católico, aunque no religioso. A ellos les conté que era lesbiana y me apoyaron bastante. Yo apenas caminaba. Yo entré como una niñita sana al Convento y salí destrozada, llena de culpas, rechazándome. A mí me costó un año volver a sonreír. Cuando me recuperé, el siquiatra me dijo:

-Hermana, usted puede volver al Convento. Las monjas pidieron que usted vaya a su casa a estar con su familia hasta que cumpla su año de votos temporales, y ahí tendría que hacer los perpetuos. Yo le dije a la superiora que puede ser monja, si usted quiere. Pero ellas le van a decir que su salud no es compatible y que mejor se vaya. Pero eso no es lo que digo yo, es lo que dicen ellas.

El doctor me comentó que lo importante era que yo estuviera dispuesta a cumplir los votos. Cuando el doctor me dijo eso, yo pensé que, a lo mejor, con toda la experiencia de haber terminado así (enferma), podía ser más fuerte en mi fe. Pensaba: “Yo amo a Cristo y quiero enseñar a los niños a que sientan ese Cristo vivo”. Y pensé que, si no me echaban, me quedaría en el convento. Pero la monja me fue a buscar a la clínica y me dijo: “Usted se va a su casa”. Y cuando quedaban pocos días para terminar los votos temporales, la maestra me dijo lo mismo que me había advertido el doctor:

-No lo hacemos por nosotros, lo hacemos por usted, hija mía, para que usted esté bien y su salud no se vuelva a resentir. Su salud no es compatible con la vida religiosa y usted no puede volver al convento. No fueron capaces de decirme “no queremos que vuelvas, porque no queremos una lesbiana entre nosotras”.

Me quedé en mi casa. Retomé mis estudios, porque quería ser profesora de religión. Nunca me cuestioné enseñar la fe y ser catequista, sin hábito. Además, yo viví el celibato fuera del convento, porque salí y no tenía a nadie, porque yo a esa niña durante mucho tiempo no me la saqué del corazón. No tuve nada con ella. La volví a ver sólo una vez, cuando fui a una misa de las religiosas en la catedral. Nos saludamos y no quiso hablar conmigo. El miedo de ella fue más fuerte, a lo mejor, que el cariño o la pasión que sintió. Yo la recordé durante muchos años.

Cuando terminé mis estudios, entré a la Corporación de Educación Municipal de San Bernardo, en 1986. Empecé a hacer clases en la Escuela F 776 a niños que venían de un hogar de menores. Esa escuela hoy es la Cardenal Samoré, donde todavía trabajo. Yo me entregué a los niños, a su pobreza, a sus necesidades. Mis colegas y los apoderados me apoyaron mucho, porque yo a los niños siempre les dije que había que ir con la verdad por delante. Y las mamás me decían “no esperábamos menos de usted, que dio la cara y defendió la verdad”. Si sigo trabajando ahí es por el apoyo de los apoderados, de los colegas, de la directora. Y de la ex alcaldesa de San Bernardo, Orfelina Bustos, que conocía a mi mamá, y de su director de Educación, que me dieron el cargo de inspectora general, porque yo no podía hacer clases de religión.

La oferta del obispo

Al enterarse de la muerte del hombre que la había despojado de su condición de maestra, la profesora Pavez sintió pena. Cuando se refiere a las circunstancias del suicidio del presbítero René Aguilera, acusado de abusos sexuales a un menor, baja la cabeza y un mechón de su corta melena rubia le tapa los ojos. Sus palabras transmiten un dolor que suena genuino: “El siquiatra que me ofrecieron a mí podrían habérselo ofrecido a él, porque tiene que haber estado muy mal”. No le guarda rencor, dice. “Yo de él no recibí condenación, la recibí del obispo”. En la última parte del relato, la profesora aborda la oferta que le hizo el obispo de San Bernardo para asegurar su silencio. Lo único que el pastor aseguró fue que Sandra Pavez renunciara a considerarse católica.

El decreto que hizo Mónica Madariaga en la dictadura, le da a la iglesia la potestad para entregar el certificado de idoneidad (para habilitar al profesor de religión) y lo que hizo el vicario (Aguilera) fue derogar mi certificado, suspenderlo. Eso se renovaba cada dos años. Hay que llevar la carta de un sacerdote y la del director de la escuela, que acreditan que están conformes conmigo y que yo participo en una parroquia.

El vicario tomó la decisión de suspender mi certificado porque yo no quise dejar a mi pareja. Y ahí llegué hasta el obispo que también me salió con el demonio y me dijo:

-Usted se tiene que quedar callada y esto no se tiene que saber. No haga escándalo. Si una profesora de religión, que más encima fue religiosa, dice que es lesbiana se nos viene el mundo encima. Esto es obra de Satán.

El obispo me condenó y me dijo algo que me dolió mucho: “Usted no se va a encontrar nunca con su madre en el cielo, por ser lesbiana”. Me tocó lo más sagrado que uno tiene, la madre.

Ahí me di cuenta que esto no daba para más. Sabía que me iban a quitar mi derecho a ejercer. No sabía a quién acercarme. Busqué por internet y ubiqué al Movilh (Movimiento de Liberación Homosexual). Me acerqué a Rolando Jiménez (presidente del Movilh), que me acogió muy bien y me acompañó a hablar con el obispo. Pero fue peor. Me dijo que él me negaba hablar de Dios y predicar la fe. Mientras, el vicario me decía “bueno, le doy esta semana (para separarse de su pareja) y si no, voy a tener que derogar su certificado”.

El obispo me ofreció pagarme una carrera como profesora básica de la asignatura que yo quisiera, que no fuera Religión, si yo renunciaba a iniciar las acciones judiciales. Me llevaron a la casa del obispo en el seminario. Me puso un escrito (con la oferta) y me dijo que se lo tenía que firmar ya, porque no quería que mi abogado (Alfredo Morgado) lo viera. Ese escrito se lo entregué al abogado.

El obispo mandó a mi casa a un sacerdote que yo conocía a preguntarme si quería plata. Le dije que yo tenía principios y que no quería plata sino defender mi derecho ante una jerarquía de la Iglesia que ya me había discriminado una vez y me volvía a discriminar.

Aunque producto de esta crisis al final con mi pareja terminamos la relación, desde el momento en que reconocí públicamente lo que era me siento el ser más libre sobre la tierra.

Ahora, cuando me enteré del suicidio del padre René Aguilera y de la acusación de abuso en su contra, me dio pena. Es dramático. Yo creo en Dios y en el más allá, y el alma de una persona que se suicida no queda muy bien.

El siquiatra que me ofrecieron a mí, podrían habérselo ofrecido a él, porque tiene que haber estado muy mal para quitarse la vida siendo sacerdote. Esto me dice mucho del apoyo de la jerarquía a las personas cuando están mal, cuando tienen culpa. ¿Cómo habrá estado su alma, para haber llegado a esto?

Ahora veo por qué él me dijo “vaya y después confiésese”. Pienso que a él le pesaba mucho el cargo. No se olvide que Pilatos mando a matar a Jesús por el peso del cargo. Cuando me daba un ultimátum para dejar a mi pareja, también veía en sus ojos que no era lo que él hubiera querido hacer, que detrás de él había un obispo que lo presionaba. Creo que por eso me dijo, en el fondo, “guarde las apariencias”. Yo de él no recibí condenación, la recibí del obispo.

Yo nunca supe de conductas impropias de él. Lo que sí sé es que cuando yo puse el recurso, a él lo sacaron del cargo de vicario. Yo hoy le pido a Dios por su alma, porque debe haber sido una persona católica con una presión muy grande, con la presión de una patología, porque lo que sí es patológico es aprovecharse de un niño.

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