“Esta fue la culpa de su hermana Sodoma: ella y sus hijas tenían orgullo, exceso de comida y próspera tranquilidad, pero no ayudaron al pobre y al necesitado”. (Ez 16, 48-49)

viernes, 3 de abril de 2015

Crucificados con Jesús

Por Carlos Osma

La cruz es el lugar donde se evidenció que Jesús no era el Mesías, o al menos el Mesías que todos esperaban. Las expectativas de sus seguidores, que le habían aclamado a la entrada de Jerusalén pensando que traería un nuevo Reino de justicia, se vieron defraudadas por tan dramático final. La crucifixión fue una decepción, un desengaño, una confrontación con la terrible y dura realidad de siempre. Allí, en el Calvario, se evaporó la ingenuidad de quienes esperaban al Mesías oficial, al proclamado y anhelado desde hacia cientos de años. El Mesías de verdad no era ese, el que dios prometió enviar no podía avergonzar con el fracaso a quienes por tanto tiempo lo aguardaban.
El escándalo de la cruz tiene mucho que ver con nuestro propio escándalo, con el escándalo de las personas LGTBI que han tenido que lidiar con las expectativas que se han depositado sobre ellas. Es muy evidente que, como Jesús, no somos quien se esperaba que fuésemos. No somos los hijos e hijas heterosexuales del dios patriarcal, por mucho que durante años hayamos jugado al despiste. Nuestra manera de ser y sentir nos impide satisfacer los sueños que habían depositado sobre nosotros familiares, amistades e iglesias. No somos las mujeres y los hombres que ellas y ellos esperaban, no lo somos, y es por ello que la cruz siempre nos espera.
Se puede vivir toda la vida con miedo y escondido, es lo que intentaron hacer los discípulos de Jesús cuando a éste lo apresaron. La cobardía es natural, es parte de nuestro instinto de supervivencia. La huída es el primer impulso, el silencio y el ocultamiento vienen siempre después. El temor guía la vida de quienes juegan a ser el Mesías que los demás esperan. Se puede morir así toda la vida, no es una elección fácil enfrentarse a la realidad.
Pero sólo cuando crucificamos con Jesús lo que se nos obliga ser, y sentimos el rechazo y el insulto, descubrimos quienes somos en realidad. Sólo cuando colgados de los maderos que se levantan en las afueras de las casas y de los templos rompemos los sueños y esperanzas que se depositaron sobre nosotros desde que nacimos, podemos llegar a ser quien realmente somos. La cruz es la salida del armario de un Mesías no normativo, y por eso la cruz, el principal símbolo del cristianismo, es el lugar en el que muere de una vez para siempre todo aquello que no somos, todas las mentiras en las que nos hemos escondido, todos los deseos por estar a la altura de quienes dicen amarnos. En el Gólgota nuestra heterosexualidad impostada fue crucificada de una vez para siempre.
Justo en el momento en el que la ley de la sangre nos abandona, cuando empieza a salir a borbotones de nuestras manos, nuestros pies y nuestra frente, empezamos a ver que la cruz tiene un sentido salvífico para las personas LGTBI. Cuando nuestro costado deja de verter sangre y de él mana el agua de la vida, somos conscientes de que ya quedan pocos instantes para que todo lo que deberíamos haber sido, desaparezca para siempre. Ya no hay exigencias imposibles, negaciones estúpidas, odio interiorizado… Cuando por fin levantamos la voz al cielo y gritamos con fuerza al dios que nos atormenta: “dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, es entonces cuando sabemos que el antiguo yo heterosexual que nunca llegamos a ser, ha sido crucificado juntamente con Jesús. A partir de ahí, ya no vivirá él, sino Dios en nosotros.
Tras la crucifixión de quienes no somos, viene la resurrección de lo que Dios siempre quiso para nosotros. La resurrección de Jesús por parte de Dios, es la convicción en la que se basa la fe cristiana, pero también el anuncio de que es posible otra vida para las personas LGTBI que han decidido dejar atrás lo que no eran. En Cristo, lesbianas, gays, trans, bisexuales e intersexuales somos levantados de la muerte por Dios. En el hecho principal en el que se apoya el cristianismo, podemos ver el camino que Dios pone por delante nuestro. La vida de verdad viene después de la renuncia, de la perdida, de la cruz. La vida de verdad viene después de la muerte de lo que no somos, cuando hemos sido capaces de renunciar a lo que Dios no quería para nosotros.
Atrás quedan las expectativas que no pudimos satisfacer, las verdades a medias, el sentimiento de haber defraudado a personas queridas, el miedo al rechazo… Atrás, en la cruz queda el Mesías que los demás esperaban, pero que nosotros no éramos. Ahora viene por fin la vida, la capacidad de perdonar, de amarnos a nosotros mismos. Ahora viene por fin nuestro presente y nuestro futuro, que podemos compartir realmente con quienes tenemos a nuestro lado. Ahora llegan nuestros proyectos, ilusiones, esperanzas… Ahora, resucitados juntamente con Cristo, llega lo que no teníamos: la vida.

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