Por: Lic. Gerardo García Helder
(Teólogo Católico Argentino)
La aparición del VIH y del Sida en los últimos decenios del siglo XX y su rápida propagación hasta alcanzar los actuales niveles ponen a la humanidad nuevamente ante la apremiante y desconcertante pregunta acerca del sentido del sufrimiento y desafían a quienes nos llamamos teólogas o teólogos a dar una respuesta desde nuestra fe y las Sagradas Escrituras a esta nueva realidad.
Ante esta situación, algunos discursos eclesiales –tal vez con el piadoso deseo de no cuestionar la bondad de Dios o por no atreverse a abandonar la clásica lógica de causa/efecto– han estigmatizado y culpabilizado a las personas con VIH y/o Sida, entendiendo a la pandemia como un justo castigo de Dios por los pecados de los infectados. El que los primeros infectados pertenecieran a grupos con prácticas sexuales que desafían el binarismo heterosexual y la monogamia favoreció la lógica de ver al VIH como un nuevo flagelo enviado por un Dios vigilante y castigador, empañado en disciplinar a la humanidad sobre un único modelo cultural.
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Y cuando comenzaron a aparecer personas infectadas fuera de los colectivos “hombres que tienen sexo con hombres”, “consumidores de drogas” y “trabajadoras sexuales” se comenzó a hablar de “víctimas inocentes” y a culpabilizar a sus progenitores o transmisores a pesar de que muchas veces estos fueran ignorantes de su condición seropositiva y no tuvieran intención de transmitir el virus.
Este modo de proceder sigue una lógica perversa: Se echa la culpa a la víctima procurando que el mal no resulte tan desestabilizador, irracional y amenazante. Si aquella jovencita que se presenta a la comisaría para denunciar una violación no se hubiera vestido de forma tan provocativa, el violador no la habría atacado… Si aquél judío en vez de tomar el peligroso camino que iba de Jerusalén a Jericó, optaba por otra vía para llegar a su casa, no lo habrían asaltado dejándolo medio muerto al borde del camino. Si estas personas que hoy viven con VIH y/o Sida hubieran frecuentado otros ambientes, se hubieran rodeado de mejores compañías, o hubieran escuchado los consejos de sus mayores…
La creencia en la bondad de Dios y en la armonía de su creación hoy es cuestionada por la presencia del VIH y del Sida como antes lo fue por otras desgracias y sufrimientos, sobre todo cuando caían imprevistamente sobre personas tenidas por justas y honestas. ¿Hoy podemos seguir afirmando que, a pesar de la pandemia, “Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno” (Gn 1,31)? ¿Podemos seguir diciéndole a Dios: “Tú lo has dispuesto todo con medida, número y peso” (Sab 11,20)? ¿Podemos creer que Él ha sido fiel a su promesa de no volver a maldecir el suelo por causa del hombre, porque comprendió que los designios del corazón humano son malos desde su juventud, ni querer castigar a todos los seres humanos como lo hizo en tiempos de Noé (cfr. Gn 8,21)?
“Vivimos bajo la ingenua suposición de que la realidad es naturalmente tal como nosotros la vemos y que todo el que la ve de otra manera tiene que ser un malicioso o un demente. (…) La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás”. El abandono de la lógica de causa/efecto como único camino posible para interpretar el sufrimiento puede ser la conversión necesaria para que no terminemos estigmatizando al que sufre.
Es cierto que esta creencia, que desemboca de ordinario en actitudes de discriminación, puede apoyarse en algunos textos bíblicos, de los que se nutren también la teología retributiva y, su heredera, la teología de la prosperidad, hoy nuevamente en boga. Pero entiendo que la postura de Jesús ante esta realidad era otra. Por eso, a partir de los versículos 1-5 del capítulo 13 del evangelio de Lucas, que presentan explícitamente el pensamiento del Señor, trataré de desmantelar una manera de pensar que –como mucho– podría ser válida para otras tradiciones, pero que no puede ser tenida como cristiana. Me propongo favorecer una teodicea que sostenga una actitud eclesiológica de compasión e inclusión.
A muchos de los infectados y a sus allegados afectados en forma afectiva, social y económicamente por el VIH y/o el Sida “la tragedia los hizo comprender que la enfermedad y la muerte son trágicas solamente porque la vida es buena y santa”. Tal vez sobre este descubrimiento vivencial deberíamos trabajar pastoralmente para favorecer un cambio de actitud ante el sufrimiento. Así “el rol de las iglesias no [será] de condena, sino más bien el de ofrecer acompañamiento y apoyo, como otro ejemplo del Dios de la esperanza y el amor”.
Las iglesias tienen la obligación ética de hacer oír su voz, la voz de los sin voz: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9). Porque estigmatizar es un pecado que atenta directamente contra Dios ya que “el que oprime al débil ultraja a su Creador, [en cambio] el que se apiada del indigente, lo honra” (Prov 14,31).
Juan Pablo II afirmó que “Paralelamente a la difusión del SIDA, se ha venido manifestando una especie de inmunodeficiencia en el plano de los valores existenciales”. Sobre esa inmunodeficiencia es sobre la que deben accionar las Iglesias previniendo todo tipo de estigmatización y discriminación.
Pertinencia del texto para la problemática VIH/SIDA
Las iglesias deben seguir anunciando la buena noticia del amor de Dios y asegurar que, a pesar de las dificultades, el sufrimiento y las desgracias, la vida es preciosa. Si diversas situaciones de la vida hieren y dejan tiradas, medio muertas, al borde del camino a muchas personas, la religión debe compadecerse de ellas, asistirlas, curarlas y ayudarlas a descubrir un sentido a su existencia ya que “Gloria Dei vivens homo et vita hominis visio Dei” (San Ireneo).
Es tarea de las teólogas y los teólogos cristianos ayudar a todas sus hermanas y hermanos en la fe a “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2,5) que “no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros… y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer” (Heb 4,15.5,8); y alentar el seguimiento del Señor y la continua conversión a su evangelio de vida, abandonando todas aquellas teorías y prácticas que no buscan ayudar al que sufre o explicar el sufrimiento sino, fundamentalmente, defenderse a sí mismos.
EL ARTICULO FUE TOMADO DE LA PAGINA WEB PASTORAL ECUMENICA VIH-SIDA
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