Primera Lectura: Ec. 15, 16-21 Dios no ha dado a nadie permiso de pecar.
Salmo: 118 Dichoso el que cumple la voluntad del Señor.
Segunda Lectura: Cor. 2, 6-10 Predicamos una sabiduría misteriosa prevista por Dios antes de los siglos, para conducirnos a la gloria.
Evangelio: Mt. 5, 17-37 Han oído lo que se dijo a los antiguos, pero yo les digo...
Demos gracias a Dios y glorifiquémoslo porque nos ha salvado. Retiro de nosotros el yugo pesado de las leyes humanas y dejó escritos en nuestro corazón los cálidos preceptos de su Ley.
En el principio fue necesario dar a Moisés preceptos que son una carga muy pesada, tales como no comer carne de puerco, no comer sangre de animales, lapidar a los hijos desobedientes hasta la muerte, no segar hasta la orilla del campo ni recoger las espigas caídas, no sembrar el campo con dos especies distintas de grano, no usar ropa de dos clases de tejido, no tener relaciones con una mujer en periodo de regla, no tener relaciones sexuales con personas del mismo sexo o ejecutar sacrificios rituales con algunos animales. Sin embargo, todas estas cargas fueron dadas a un pueblo que necesitaba ser disciplinado para poder sobrevivir.
Y Jesús vino precisamente para quitar los preceptos innecesarios, los que resultaban una carga innecesaria para los hombres de la Iglesia Universal y vino a hacer valer esa sabiduría antigua que nos es revelada por el Espíritu, que conoce a Dios mismo y que nos ha hecho saber que es Amor. Por lo tanto, todo aquel que piense que la Ley de Dios permite odiar, violentar o violar a la persona y sus derechos, desengáñese. Es momento que los cristianos nos vayamos dando cuenta que vivimos en la plenitud de los tiempos y la Ley de Dios no es otra cosa que la Ley del amor.
Hemos tenido maestros que nos enseñan el valor y el alcance de la Ley. Entre ellos se encuentran el Papa, los obispos, los presbíteros, diáconos y teólogos. Los conocemos, sabemos cual es su actuar. Tomémolos de ejemplo, pues nuestra justicia debe ser mayor que la de ellos. Eso es lo que nos dice Jesús en el Evangelio. Y en ningún lugar nos pide que odiemos o que realicemos actos que atenten contra la dignidad y bienestar de las personas, sino que, por el contrario, luchemos por ellos y entendamos que todos los seres humanos somos sagrados en la medida que somos hechos a Su imagen y semejanza y estamos sostenidos por Su aliento.
Es una decisión personal. Hasta el ser humano menos entendido en estas cuestiones sabe entender la Ley de Dios. Así como el Señor nos ha dado libre albedrío, así es nuestra responsabilidad cumplirla o dejarla de cumplir. Tal como nos dice el libro del Sirácide/Eclesiástico: "El Señor ha puesto delante de ti fuego y agua; extiende la mano a lo que quieras". Naturalmente, sabemos que quien escoja el fuego se quemará la mano. ¿Y quién en su sano juicio escogería el fuego? Pues bien, preguntémonos porque hay gente que en su sano juicio se atreve a despreciar a los homosexuales y a las parejas del mismo sexo establecidas de forma legal. O más aún, preguntémonos porque si se dicen seguidores de la Palabra se atreven a insultar y hacerlos sentir mal. ¿Es que tal vez no conozcan el pasaje del Evangelio de hoy en el que Jesús nos dice "el que insulte a su hermano, será llevado ante el tribunal supremo, y el que lo desprecie, será llevado al fuego del lugar de castigo"?. Y como la justicia divina no se hace esperar, reflexionemos sobre cuál será ese fuego, acaso el sentimiento del odio que se genera en el pecho y que puede causar tantas sustancias nocivas para el cuerpo.
Así pues, que los gays sepamos escuchar al Espíritu de Dios. No escuchemos lo que nos dice la sociedad, puesto que es siempre confuso, más bien consultémos al Señor para estar bien seguros que nuestro estilo de vida no le ofende. Porque tarde o temprano Él nos lo hará saber. Y entonces viviremos con alegría. Entre nosotros hay muchos que han sido llamados a la castidad; que ellos la ejerzan como regalo del Señor. Otros han sido llamados a la vida de pareja; que la ejerzan con toda alegría luego de haber experimentado con unos o con otros, siempre respetándose a si mismos y a la otra persona, y cuando ya estén seguros de que son el uno para el otro, sean fieles, para evitar cometer adulterio; en este caso la fidelidad es simplemente voluntaria. Que quien ha sido llamado al servicio de Dios, acuda prestamente sin dudar. Cuando Dios llama hay más de una forma de acudir a su llamado.
Y finalmente que quien no haya sabido discernir todavía su vocación, si anda todavía por el mundo, sepa cuidar y respetar a toda la humanidad. Que quien tenga una vida promiscua se cuide usando el condón y sabiendo perfectamente con quien se mete, para evitar contagios o infecciones sobre su propio cuerpo o el de la otra persona. Porque eso también debe ser una forma de amar a Dios. No, no es permisividad, es un ajustarnos a la situación de nuestra vida y saber actuar con responsabilidad. Pues mientras crecemos, algún día desaparecerá el comportamiento peligroso, pero si nos infectamos, por ejemplo, de VIH, el virus siempre estará en nuestra sangre con las consecuencias sabidas.
Así que luchemos por hacer valer la Ley de Dios, protejamos a los más débiles y ocasionemos que los más fuertes nos protejan. Hagamos de este mundo un lugar digno para vivir y cada vez que vayamos a hacer una cosa o decir algo, pensemos si va en consonancia con la Ley de Dios, es decir, pensemos si a Él le agradará porque va a ser un acto de amor que establecerá la paz, el bienestar o la misericordia de los seres humanos y de toda la creación.
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