Reflexiones del teólogo Norbert Reck realizadas en la Karl-Rahner-Akademie de Colonia (Alemania) el 9 de abril de 2008.
Las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo han existido siempre y en todas las culturas, pero la homosexualidad como circunstancia permanente es un punto de vista occidental mucho más reciente y que tiene sus raíces en la teología cristiana.
En otras culturas, las relaciones sexuales entre personas de igual sexo se entendían de un modo totalmente diferente.
Además, no se asociaba a un grupo de personas en concreto, sino que en muchos lugares se consideraba una actividad permitida tanto para hombres como para mujeres.
Tampoco en la Antigua Europa se le daba importancia al sexo del amante. Los estoicos consideraban dicha cuestión como adiaphora, es decir, cosas indiferentes en la vida.
Se creía que el dios Eros inspiraba caprichosamente un particular deseo de amor en los seres humanos, quieres se enamoraban perdidamente de otro ser humano.
Obviamente, a nadie se le hubiera ocurrido la idea de que la humanidad se dividiera en heterosexuales y homosexuales, algo que, en cambio, a nosotros nos parece totalmente ineludible.
Probablemente, un ejemplo interesante es el del bíblico rey David. Sobre él se contaban diversas historias de amor en las que se le relacionaba tanto con hombres como con mujeres.
Los teólogos homosexuales siempre han intentado mostrar a David como “gay”, mientras que los conservadores se han esforzado mucho para demostrar que David era “heterosexual”.
Obviamente, ambas teorías son absurdas. Si realmente queremos poder decir algo acerca de David, entonces debemos aclara que en el mundo de aquella época no existían los modelos de “heterosexualidad” y “homosexualidad”.
David no conocía estas categorías, no sentía siguiendo estas categorías ni vivía según los límites que marcaban. Para él eran decisivas otras normas completamente diferentes.
Pero, ¿cómo pudo nacer, dependiendo directamente del relato bíblico de la destrucción de Sodoma, el término sodomía seguido del concepto de “homosexualidad”?
Permítanme hacer un rápido viaje a través de los siglos para esclarecer algunos momentos de esta evolución.
En el relato bíblico de Sodoma, Lot acogió como huéspedes en su casa a dos ángeles, aunque aparentemente eran dos viajeros. Después de cenar, así se cuenta, se reunieron delante de la casa de Lot todos los hombres de Sodoma, tanto jóvenes como ancianos, que pretendían, como si fuese algo normal, que los ángeles les fuesen entregados para mantener relaciones sexuales con ellos.
Ante la amenaza de violencia que se respiraba en el ambiente, Lot se encontró en un aprieto, por lo que ofreció a la multitud enfurecida a sus dos hijas, todavía vírgenes, para que las violasen a ellas en lugar de a los ángeles.
No obstante, sigue tratándose de abusos sexuales: o a los ángeles o a las hijas. Lot abandonó la ciudad con su esposa y sus hijas, mientras los ángeles pidieron a Dios que destruyese Sodoma y otras cinco ciudades.
Hasta aquí el relato. Evidentemente resulta difícil extraer una moraleja ética para valorar las actividades sexuales. En el centro del relato ¿no está quizá el hecho de que los ángeles tengan aspecto humano? ¿Es ético ofrecer a tus propias hijas para que las violen? ¿Hubiera hecho Lot lo mismo con sus hijos varones?
¿No se trata, más bien, del antiguo precepto de proteger al forastero, incluso a costa de sacrificar a las hijas del anfitrión?
Además, debe señalarse que en este relato finalmente no se comete ningún acto de violencia y, sin embargo, ¡Sodoma fue destruida igualmente! ¿Por qué? ¿Tal vez la ciudad fue castigada por algo que no hizo? ¿O más bien se entiende otra cosa por “pecado de Sodoma”?
El hecho de que en este relato se señale la “homosexualidad” como una “grave depravación”, como reza el Catecismo de la Iglesia Católica (Cat. Igl. Cat. n. 2357) es realmente absurdo.
No se habla de esto en absoluto. Es interesante saber qué idea se hicieron de este relato ya en aquella época bíblica. De hecho, otros muchos escritos bíblicos se hicieron eco de la historia de Sodoma.
En la reacción hebrea a este relato que podemos leer en el Antiguo Testamento, no surge en absoluto el posible aspecto sexual.
En el libro del profeta Isaías (3, 9) y en el del profeta Jeremías (23, 14), el pecado consiste en la arrogancia de los habitantes de Sodoma, mientras que para el profeta del libro de Ezequiel (16, 49f), la maldad de los sodomitas radica en el hecho de negar la ayuda a los pobres.
Solo se hace referencia al aspecto sexual más tarde, en el Nuevo Testamento (2P. 2:10; Juan 7-8). Se habla de los «deseos inmundos del cuerpo». Sin embargo, los autores de este escrito tardío del Nuevo Testamento entendieron el relato de Sodoma como una condena de las relaciones entre personas del mismo sexo, lo cual no parece una decisión inocente.
No obstante, entre los autores eclesiásticos y canónicos se entrevé gradualmente un creciente interés por el aspecto sexual de este relato, como son los casos de Ambrosio en el siglo IV y de Agustín en el siglo V (aunque debemos añadir que este último estaba más bien interesado por el problema de las «pasiones desordenadas» que por los actos entre personas del mismo sexo).
No es hasta el S. VII cuando Gregorio Magno († 604) insiste en una interpretación inequívocamente sexual del relato de Sodoma: para él Sodoma es la quintaesencia del castigo de Dios causado por el pecado de la carne (scelera carnis).
Sin embargo, los teólogos cristianos no saben a ciencia cierta qué es eso del «pecado de la carne». En el S. XIII, cuando el obispo imperial Bucardo de Worms hablaba del pecado «a la manera de los sodomitas» se refería específicamente a la relación anal entre dos hombres.
Aun así, nunca se le habría ocurrido considerar «sodomítica» la masturbación entre dos hombres. Esta práctica aparecía en su libro penitencial aunque no relacionada con la sodomía. En cambio, otros autores calificaban de «sodomitas» otro tipo de actos completamente distintos. En muchos casos se trataba de una expresión genérica para tipos de relaciones sexuales que se consideraban «contra natura».
Ocasionalmente, los actos sexuales entre un hombre y una mujer eran tachados de “sodomitas” si su fin no era la procreación.
Si se leen sin prejuicios los antiguos textos teológicos, se debe reconocer que cuando se habla de «sodomía» no siempre se alude a los actos sexuales entre personas del mismo sexo. No debemos caer en asociaciones de conceptos estereotipadas.
No obstante, la historia llega a un importante punto de inflexión cuando Pedro Damián entra en escena en el S. XI. Pedro Damián es el representante de la reforma gregoriana, un ardiente defensor del celibato sacerdotal y un acérrimo enemigo del «vicio sodomítico».
Lo que le enfurece tanto es la sensación de que este vicio se iba difundiendo cada vez más entre las órdenes religiosas, entre los sacerdotes y en la sociedad y que ello no incomode al parecer a casi nadie excepto a él. Por este motivo escribe una larga carta al papa León IX, un ensayo titulado Liber Gomorrhianus (1049).
Pedro Damián consideraba que el vicio sodomítico se debía castigar mucho más severamente de lo que preveían los libros penitenciales de la Iglesia. Sus peticiones abarcaban desde la destitución de los sacerdotes sodomitas hasta la pena de muerte.
En esa época, las demandas de Pedro Damián no tuvieron éxito y solo 130 años más tarde el Tercer Concilio Lateranense (1179) aceptó algunas de ellas. Por consiguiente, hay que esperar hasta el s. XII para la primera toma de posición de un concilio válida para toda la Iglesia.
Hasta entonces había habido, en el mejor de los casos, declaraciones esporádicas de sínodos regionales.
En la carta al papa León, Pedro Damián regala al mundo un nuevo vocablo: sodomía. Hasta entonces se había hablado del «pecado de Sodoma», del «vicio sodomítico» y de «actos a la manera de los sodomitas», y con el término sodomitas se aludía nada más que a los habitantes de Sodoma.
Ahora, sin embargo, Pedro Damián acuña la palabra sodomía y lo hace en consciente analogía con el término blasfemia. «Si la blasfemia es el peor de los pecados», escribe, «no sé cómo la sodomía puede ser mejor».
Desde el principio, la palabra sodomía no tiene una connotación neutra que indique simplemente una cosa, sino que designa un pecado grave.
De Pedro Damián en adelante, sodomía se convirtió en el término genérico para todos los tipos de actos sexuales entre hombres.
Pero así entra en juego una nueva significación: los sodomitas ya no son los habitantes de la ciudad de Sodoma en el Mar Muerto ni tampoco los que hacen aquello que se atribuye a los habitantes de Sodoma.
Ahora, los sodomitas son más bien los portadores de la marca de sodomía. Esto significa que los sodomitas ya no son personas que por los más diversos motivos y en diferentes condiciones cometen actos que muestran una cierta semejanza, sino que son personas que cometen sodomía.
Por eso, a partir de unos actos más o menos definidos nace un tipo concreto de persona, una persona distinta.
Con una simple analogía puede comprenderse el cambio que se produce en el modo de valorar los diferentes conceptos: imaginen que de aquí en adelante a los ladrones no se les llame así sino cleptómanos.
De repente ya no son personas que han hecho algo malo y que pueden reformarse, sino un grupo de personas con una clara tendencia, personas que no pueden ser otra cosa que criaturas enfermas a las que se compadece.
De todas formas, estos cleptómanos serían totalmente diferentes de nosotros, no tendrían nada que ver con nosotros y, tratándose de otro tipo que gente, en su conducta no estaría incluida la pregunta de si nosotros nos comportamos siempre de una manera recta.
Lo mismo sucede con la sodomía. Se hace de un grupo de personas un determinado modelo perfectamente definible con respecto a las personas «normales».
Todo lo que uno no quiere admitir de sí mismo (dado que al fin y al cabo todas las personas viven ocasionalmente una «confusión de sentimientos»), se proyecta sobre el grupo de los «otros», los sodomitas, y ya que estos «otros» son de por sí diferentes, otro tipo, otra raza, con el tiempo se les cree capaces de cualquier cosa.
En el s. XIII, por ejemplo, Pablo de Hungría utiliza continuamente el término sodomía y para él es evidente que estos otros, los sodomitas, son los culpables de penurias, pestes y terremotos.
Y en su condición de «otros», en el tardomedievo los sodomitas pertenecen junto con las brujas y los judíos a la tríada de los enemigos de la cristiandad. Cada vez más a menudo se les representa con características diabólicas.
Naturalmente, todo esto no tiene lugar en un ámbito puramente ideológico. El trasfondo social está marcado por las alteraciones que surgen con fuerza en el s. XIII: nacen las ciudades, la población abandona los vínculos familiares para buscar fortuna en la ciudad, se crean nuevas formas de actividad económica, muchas personas empobrecen y se genera mucha inseguridad.
Parece que la familia ya no puede ofrecer ninguna seguridad y, por eso, la teología reacciona con una auténtica oleada de escritos que exaltan el matrimonio y con la sacramentalización del matrimonio en el Concilio de León II en 1274.
En esa misma época en Siena, Bolonia, Florencia y Perugia, se ciega, se castra y se quema en la hoguera por primera vez a los «sodomitas».
Sin embargo, no se debe llegar a la conclusión de que desde entonces la Iglesia ha actuado siempre del mismo modo. Ha habido épocas en las que la sodomía no ha sido un problema. Ha habido papas y teólogos que no se han interesado por el asunto. Aunque Tomás de Aquino haya asociado la sodomía al pecado capital de la lujuria siguiendo la doctrina eclesiástica, no le ha dedicado al tema más de un par de líneas en su enorme obra.
Pero lo que todavía permanece en nosotros desde la Edad Media es la idea de que la práctica de la sodomía hace de un ser humano un «sodomita», alguien que pertenece a otra especie.
Esto es, en efecto, producto de la teología cristiana. Sin esta idea probablemente no se habría llegado a fines del S. XIX a la aceptación inmediata del concepto igualmente presentado pero más difundido de «homosexualidad».
La homosexualidad no es simplemente una analogía moderna de la sodomía medieval. Al acuñar el término en 1869, el escritor austriaco Karl Maria Benkert albergaba esperanzas de liberación.
Sustituyendo el concepto teológico por una expresión científico-médica vacía esperaba eliminar el juicio moral. Para Benkert, la homosexualidad era una condición, algo natural.
Los homosexuales no podían rehuir esa condición y, por eso mismo, la homosexualidad no puede ser un pecado.
Benkert pensaba y razonaba conforme a la mentalidad de los siglos XVIII y XIX y entonces estaba de moda buscar un origen biológico para todas las diferencias entre seres humanos y para todas las variedades de comportamiento.
Lo mismo valía para las mujeres, los judíos y los negros y, a la par que se establecían diferencias biológicas, se decretó que por la misma razón no se podía conceder la igualdad a estos grupos, ni mucho menos la igualdad de derechos.
Esto se consideró el último grito en ciencias naturales pero, en cambio, hoy nos parece más bien un prejuicio racista del S. XIX.
A pesar de todo, el concepto de «homosexualidad» ha recorrido un largo camino. Hasta hoy, se lo ha considerado como la única designación seria del fenómeno de la sexualidad orientada hacia personas del mismo sexo.
Pero por esta misma razón perdura todavía la problemática «conquista» de la teología medieval: la diferencia esencial de los sodomitas reside en la diferencia piscobiológica de los homosexuales.
Indudablemente, hoy día vivimos en un clima social muy liberal, pero la idea de que los homosexuales sean de alguna manera diferentes, ya sea por causas hormonales o genéticas o bien por anomalías psíquicas adquiridas durante el desarrollo, está firmemente anclada en el pensamiento de la mayor parte de las personas del mundo occidental.
Esta diferencia predeterminada mantiene viva una línea divisoria que puede acentuarse de repente en caso de que cambie el clima social.
Por todo ello, creo que el reconocimiento liberal de la diversidad gay o lésbica no se ha distanciado lo suficiente de Pedro Damián. Sería deseable, en vez de eso, la convicción de que las diferencias entre «homosexualidad» y «heterosexualidad» son artificiales y arbitrarias.
Sabemos, al menos a partir de Freud, que todo ser humano también experimenta sentimientos hacia su mismo sexo, si bien no todos estos sentimientos son percibidos y vividos.
Pero si los seres humanos que llevan vidas por lo demás «normalmente heterosexuales» descubren ocasionalmente en ellos estos sentimientos, pueden desencadenarse el miedo y el pánico, esto es, el pánico de pertenecer a este «otro tipo» al que nuestra cultura le atribuye sentimientos similares.
Y este pánico se manifiesta además en gestos de demostración pública con el objetivo de marcar las distancias («¡Yo no soy uno de esos!»), en vehementes palabras y también bastante frecuentemente en violencia física contra gays y lesbianas, es decir, contra aquellos que se han tomado la libertad de vivir estos sentimientos que probablemente la mayor parte de las personas también percibe en cierto grado.
Es evidente que yo veo las raíces de la homofobia y de la violencia homofóbica en la creación de la diferenciación originada por el concepto de sodomía y homosexualidad.
Por este motivo, sería importante que nos liberásemos gradualmente de esta dicotomía hetero-homo aprendiendo a convivir con todos nuestros sentimientos y a no desechar una parte de ellos como si no fueran adecuados.
Está claro que esto no sucede de la noche a la mañana, pero espero que antes o después superemos la herencia dañina de Pedro Damián.
* Norbert Reck es redactor jefe de la edición alemana de la revista Concilium y enseña teología y filosofía en la Katholischen Stiftungs-fachhochschule de Múnich. Es guionista radiofónico, supone un referente en las actividades educativas de carácter religioso de algunos periódicos y ha publicado numerosos libros sobre teología.
Los voluntarios de Gionata.org dan las gracias al teólogo Norbert Reck por haber permitido la traducción y publicación de este artículo.
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