Salmo: 61 Solo en Dios he puesto mi confianza.
Segunda Lectura: Cor. 4, 1-5 El Señor pondrá al descubierto las intenciones del corazón.
Evangelio: Mt. 6, 24-34 No se preocupen por el día de mañana.
Vivimos en un mundo capitalista. Hasta las naciones que eran socialistas o comunistas, por sus propias deficiencias, se están abriendo poco a poco al sistema del libre comercio, que en las últimas décadas se ha convertido en una bestia salvaje que ha venido deshumanizando a hombres y mujeres y los convierte exclusivamente en consumidores. Si hacemos una comparación con los tiempos de Jesús, veremos que la calidad de vida de las personas se ha elevado enormemente, por eso es posible tal comercialización hasta de los sentimientos mismos.
Ya lo hemos dicho antes. No es nada nuevo que todo el tiempo nos estén bombardeando en la televisión, la radio, la Internet, los periódicos, la ropa, los anuncios espectaculares o cualquier otra cosa que nos podamos imaginar con publicidad cuyo objetivo es hacernos creer que necesitamos tal o cual cosa para poder vivir mejor. Y, como el 90% de la población total del mundo recibe únicamente el 5% de toda la riqueza generada, pues habrá que dedicar mucho tiempo para intentar alcanzar ese deseado estilo de vida, aunque solo sea a través del endeudamiento con instituciones bancarias o de créditos que después se convertirán en un martirio ante la falta de solvencia económica. Y entonces nos daremos cuenta que hemos desperdiciado una gran parte de nuestra vida en una carrera inútil que no nos lleva a ningún lado.
Ser católico y vivir en un mundo capitalista podría interpretarse como una contradicción, pues el Señor nos dice que no se puede servir a Dios y al dinero porque se quedará mal con uno o con otro. Pero, ¿qué pasaría si en vez de servir al dinero, hacemos que el dinero sirva a Dios? La comunidad LGBT también se ve terriblemente bombardeada por estereotipos basados en el nivel socioeconómico y de consumo de cada quien. Aparentemente se trata de ser eternamente jóvenes y bellos, con un alto ingreso económico, bien vestidos, sofisticados, guapos, y muy promiscuos.
Esta imagen afecta a la mayoría, y lo más alarmante es que nos hace incomodarnos con nosotros mismos al grado de realizar cosas tan insignificantes como pintarnos el cabello o ponernos lentes de contacto de color. Pero esas pequeñas insignificancias más tarde desembocarán en una cirugía de nariz, una lipoescultura o una dieta que ponga en peligro nuestras vidas. Esto lo harán los que tengan dinero, y no se sentirán felices después de hacerlo, pues seguirán siendo los mismos, pero con la nariz mutilada. ¿Y qué pasa con los que no tienen dinero? Se la pasarán la vida criticando a los demás por sus defectos físicos sin ver jamás que lo importante no está afuera, sino adentro. Y también serán infelices.
Por eso, queridísimos hermanos en la fe, por mucho que vivamos en este sistema capitalista, no nos dejemos convencer por toda esa publicidad. Dejemos de avanzar como ratones en un laberinto y liberémonos. Pongamos toda nuestra confianza en el Señor, que da de comer a las aves del cielo aunque no siembren y viste a las flores del campo aunque no tejan ni hilen.
Tener mucho dinero se ha convertido en una meta de nuestro sistema. La mayoría lo desea con todo el corazón. ¿Pero para qué tener tanto dinero? Tal vez construir una casa nueva con muebles muy bonitos, adquirir la independencia financiera, viajar y ahorrar o gastar mucho en cosas que cuando la vida, que no se puede comprar, nos sea retirada de nuestros cuerpos, no podremos llevarnos a ninguna parte. Sin embargo, hay miles de millones de personas necesitadas en todo el mundo. Están los que sufren el hambre, la sed, la sequía, los desastres naturales, los desastres financieros, las guerras y guerrillas, los enfermos, los pobres, las viudas y los viudos, los enfermos de SIDA, los enfermos de cáncer...
Todas esas personas son menos afortunadas que nosotros (solo el 1% de la población tiene acceso a Internet) y necesitan que los ayudemos. Si el capitalismo se mueve con dinero entonces usemos lo mucho, lo poco o lo casi nada que tenemos para ayudar a la gente. Pero no solo el dinero, sino también todas las demás herramientas que tengamos, como nuestro cuerpo, nuestra voz, nuestras manos. Se necesita mucho dinero para apoyar a estas causas, sí. Pero también se necesitan muchos voluntarios que se acerquen a ayudar a quien más lo necesita.
Es momento de que hagamos un alto en nuestras vidas para observar y reflexionar en qué forma podemos ayudar a Dios. Por que es posible hacerlo con o sin dinero. Hay tantas personas que necesitan conocer o recordar el nombre de Jesús y sus enseñanzas, así como el valor de su muerte y resurrección, que basta con que empecemos con una sola de ellas para generar un cambio que devolvera al mundo al buen camino. Puede ser el vagabundo que duerme en la banqueta con el pie gangrenado, o el niño que pide una moneda de un peso en los cruceros. Tal vez sea el compañero de trabajo que necesita una palabra de aliento para que mejore su ánimo, o un préstamo sin intereses para completar lo del uniforme o los libros de la escuela de sus hijos.
Para construir el Reino de Dios en el mundo, primero hay que decidir a quien queremos servir. Si a los intereses del mundo que se mueven con dinero o a los intereses de Dios que se mueven con Fe, Esperanza y Amor. Si escogemos esto último, entonces estaremos buscando su voluntad y por añadidura lo demás se nos dará. Por eso, dejémonos de preocupar por todo lo que nos rodea y agobia, abandonémonos en el Señor con confianza infinita. Después de todo, Dios provee bienes temporales y espirituales, siempre lo hace, por que es nuestro Padre y es bueno.
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