Primera Lectura: Is. 49, 3. 5-6 Te hago luz de las naciones, para que todos vean mi salvación.
Salmo: 39 Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Segunda Lectura: Cor. 1, 1-3 La gracia y la paz de parte de Dios y de Cristo Jesús.
Evangelio: Jn. 1, 29-34 Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo.
Vivimos en medio de una sociedad en la que seguido vamos por la vida sin saber quines somos. Nos han hecho creer que nuestra identidad está exclusivamente ligada a nuestro nombre, nacionalidad y sexo; y a partir de esos puntos construimos todo un estilo de vida que nos invita a destacar de entre los demás, que nos exige ser mejor que el ser humano que está a nuestro lado y que inevitablemente va desarrollando en nosotros un sentimiento de egoísmo y competitividad dignos del sistema en que vivimos.
Pero luego viene el gran momento en que Dios nos revela que parte de nuestra identidad es ser homosexuales y entonces las cosas cambian, porque toda la cuestión de género que habíamos desarrollado como hombres con nuestra habitación de niños pintada de azul, un balón de fútbol en nuestros pies, las pláticas de nuestros compañeros de clase sobre mujeres, e incluso el mismo hecho de insultar a las personas que son diferentes a nosotros pierden sentido; esto sucede así porque hemos desencajado. Todo lo que habíamos pensado que era parte de nuestro ser y nuestra misión en el mundo ha dejado de ser realidad para nosotros.
Entonces viene un momento de oscuridad en nuestras vidas guiado por el desconcierto y el miedo a la sociedad. En ese momento el "qué dirán" importa tanto o más que nuestro propio bienestar. La sociedad nos ha hecho creer que eso está mal, porque en la televisión nunca hemos visto una pareja de hombres disfrutando de una relación de amor, y aunque hay excepcione como algunas películas y series recientes, los comentarios de nuestra familia o nuestros amigos no nos hacen sentir muy seguros al respecto. El ambiente de homofobia es generalizado, y lo sabemos bien.
Y cuando nos acercamos a la Iglesia para encontrar un refugio en su santa maternidad, porque sabemos que en ella será mucho más sencillo llegar al origen y razón de todas las causas, incluída la de nuestra homosexualidad, las cosas empeoran en vez de mejorar. Escuchamos que el celebrante de la misa dice que la legalización de las uniones homosexuales ofende a Dios, y que la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo atenta contra el bienestar e integridad de los menores. Sí, ese es tristemente el ambiente que encontramos en casi toda la Iglesia. Pero esos padres y obispos mienten. Me atrevo a decirlo con toda la certeza y objetividad que hay dentro de mí, porque al mal hay que denunciarlo tal cual es. Sin embargo ellos mienten porque no han sido bien informados y bien les valdría enterarse un poco más. Algunos obispos ya están empezando a cambiar su forma de ver la homosexualidad.
Pero volviendo a nuestro tema. A pesar de todas las dificultades, se nos revela nuestra misión y nuestra identidad. Dentro de poco ya todos nos podrán reconocer como somos, tal cual Juan Bautista reconoció a Jesús. Pero esta vez ya no será la misión que el sistema en que vivimos nos asigna la que la gente verá en nosotros, sino la que el mismo Padre desde su lugar de amor nos ha encomendado desde el vientre de nuestra madre.
Dios nos ha hecho así para que podamos dar testimonio y llevar la luz de Cristo a todas las naciones paa que su salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra. Las puertas del ministerio sacerdotal están temporalmente cerrardas para nosotros, y aun así podemos intentarlo. Pero acá afuera de los seminarios hay toda una comunidad LGBT que aun tiene muchas preguntas esperando ser respondidas. Recordemos que algunos de nuestros hermanos han perdido el camino y ahora se encuentran tan confundidos que creen poder encontrar el amor en bar, en un antro o en un club, pero siempre encuentran decepción o desilusión. Y a pesar de todo lo siguen intentando una y otra vez. Cuando se hastían de esta situación empiezan a verse mezclados en el vicio del alcohol o de las drogas, y no sólo se hacen daño a si mismos, sino que nos lo hacen a toda la sociedad. Es nuestro deber llevar la Luz a todos ellos y nosotros mismos demostrar que somos parte de la luz. Solo así los podremos salvar de tan horrible destino.
Pero no todo gira al rededor de nuestra comunidad discriminada. Aún hay mucha injusticia en el mundo. Miles de personas mueren violentamente en América Latina cada año por causa del narcotráfico y el mal manejo de la situación hacen que los gobiernos. Miles de personas mueren de hambre en todo el mundo sin que nadie siquiera recuerde que existieron. Muchos más pasan las noches invernales sin más fuente de calor que una cobija a la intemperie y nadie sabe si amanecerán al día siguiente. Está la familia pobre que todos conocemos que día a día lucha por salir adelante y no recibe ninguna ayuda de los demás, por lo que su situación no mejora. Ejemplos hay muchos, y poco vale la pena mencionarlos, pero es también parte de nuestro deber hacer que reine la Justicia. Para eso siempre habrá una forma de actúar y no debemos ignorarla o conformarnos con dar una moneda a la pobre mujer que está pidiendo limosna afuera de la Iglesia.
Ahora bien, todos ellos son el Hijo de Dios. Quitémonos todo lo que nos impide ver. Cada vez que permitimos que estas situaciones de injusticia permanezcan en la sociedad, estamos permitiendo que el Hijo de Dios viva en la injusticia y la opresión. No seamos ciegos y demos testimonio que ellos son Cristo, para que todos los demás puedan ver también. Solo así seremos reconocidos como verdaderos seguidores de Cristo Jesús.
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