Primera lectura: Ex. 32, 7-11. 13-14
Salmo 50
Segunda lectura: 1 Tim 1, 12-17
Evangelio: Lc. 15, 1-32
"Confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar", así nos ordena el segundo mandamiento de la Santa Madre Iglesia. Y es así porque asegura la preparación para la Eucaristía mediante la recepción del sacramento de la Reconciliación, que continúa la obra de conversión y de perdón del Bautismo. Dicho Sacramento tiene su fundamento en la Biblia: "Reciban el Espíritu Santo, a quien les perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes no libren de sus pecados, queden atados" (Jn 20, 22-23)
Naturalmente es Dios quien perdona los pecados a través del sacerdote, y lo hace porque continuamente nos está llamando a la Reconcialición consigo mismo y con el género humano, y es que cuando pecamos nos distanciamos del Señor, enfriamos nuestra amistad con Él y cerramos toda posibilidad al camino de la santidad a la hemos sido invitados a vivir, recordando también que cuando cometemos pecado normalmente atentamos contra la dignidad física o moral del prójimo y de uno mismo.
Permanecer firmes en la fe a pesar de la desesperación y las dificultades, eso es lo que agrada al Señor y se ve reflejado en la primera lectura, en la que los hebreos, al pensar que no volverían a tener noticas de Moisés y menos de Yavé, se pervirtieron y empezaron a adorar al becerro de oro, al metal sin alma, al animal sin vida. Y a veces así se ven algunos de nuestros jerarcas cuando tratan de quedar bien con el poder terrenal o peor aún, cuando pretenden ser el poder terrenal. Y con esto no quiero decir que todos los prelados cometan dicha atrocidad, pero se ha convertido en una triste tendencia después del Concilio Vaticano II. Y con todo, ante la intercesión de Moisés, el Señor, a quien en el Antiguo Testamento nos muestra como vengativo y presto a la ira, se mantiene firme en su palabra y le da su perdón al pueblo de Abraham, Isaac y Jacob.
El Evangelio nos da tres enseñanzas principales acerca de nuestra condición de católicos y homosexuales.
El primero de ellos es nuestra relación con la Iglesia. La mayoría de la comunidad LGBTI tiene un serio problema de relación con la Iglesia, pues desde que asistimos a las sesiones de catequesis se nos pretende enseñar lo que es bueno y lo que es malo, y casualmente entre lo malo salen a relucir las relaciones y la forma de ser de los homosexuales. Así que cuando finalmente aceptamos que así somos, decidimos alejarnos de la Iglesia o bien vivir una doble vida que extrañamente nos deja el sentido de satisfacción que nos gustaría. Pero el Evangelio y Jesucristo están más allá de esa mala interpretación de las palabras que nos regala Dios en la Biblia, así que cuando el pastor (que es Jesús) encuentra nuevamente a su oveja hay gran alegría en el cielo, pues la oveja vuelve al redil, y no precisamente a seguir dogmas y leyes que pueden resultar enfermizos y contraproducentes, sino a vivir como ejemplo de vida desde el Evangelio con su forma de ser e incluso con su pareja, a pesar de la opinión oficial del Vaticano.
El segundo es nuestra relación con la sociedad. Los grupos derechistas y conservadores suelen argumentar cuando se discute sobre matrimonio y adopción por parte de homosexuales el bien superior del niño, con lo cual estoy totalmente de acuerdo, el niño siempre está por encima de cualquier otro derecho de la sociedad civil. ¿Pero qué pasa con los niños homosexuales o hijos de homosexuales que son abiertamente discriminados por la sociead? ¿Esos grupos derechistas y conservadores velan por el bien superior de esos que también son niños o simplemente hacen como si nada sucediera? ¿Educan a sus hijos en el respeto a la diversidad para evitar esa forma de discriminación? Pues bien, a pesar de todo esto, el homosexual y la lesbiana encuentran la redención cuando encuentran y desarrollan su papel dentro de la sociedad y demuestran sin necesidad de hacerlo, que valen tanto como los demás y que son tan capaces de hacer cosas excelentes o de echarlas a perder como los demás.
Y el tercero, que es el relato del Hijo Pródigo, nos regala dos enseñanzas: la relación con nuestras familias y la importancia de decidir. Cuántos padres, madres, hijos, hermanos, tíos, abuelos, primos o sobrinos nos han rechazado por nuestra naturaleza, que nos obliga a amar a una persona de nuestro mismo sexo. Y ese rechazo normalmente nos obliga a la separación, y es que parece que no se han dado cuenta que para los hispanos la familia es algo muy importante y de extrema importancia. Pero la reconciliación viene cuando los familiares se dan cuenta que lo único que hemos hecho es ser sinceros con ellos y compartirles esa parte fundamental de nuestras vidas y que lo hacemos por amor. Aunque ellos no estén de acuerdo o no conozcan mucho del tema, pero poco a poco se dan cuenta que seguimos siendo su familia y que nada tiene por qué cambiar, excepto el hecho de que seamos aceptados con nuestra pareja en las reuniones familiares.
Y es precisamente en esta parte del Evangelio en donde viene la enseñanza más importante, pues la reconciliación con Dios, el prójimo y con uno mismo sólo se puede dar por una libre decisión que se toma cuando despertamos la conciencia de nuestra condición. El libre albedrío es algo que Dios nos dio y debemos hacer uso responsable de é l. Y con esta entrada no quiero hacer apología de la culpa como el medio de control mental y espiritual que ha sido, sino más bien al hecho de que siempre que caigamos tenemos la oportunidad de levantarnos, y cada vez que equivoquemos el camino tenemos la oportunidad de rectificar y tomar el camino que Dios quiere que avancemos, y que sólo nosotros sabremos descubrir con el paso del tiempo.
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